domingo, 21 de julio de 2013

    Él levantó la vista de su cuaderno. Venía hace rato escribiendo algunos versos, con la ilusión de crear la poesía perfecta, pero ni en las mejores circunstancias su imaginación lo ayudaba.
El día era cálido como todos los días en la última semana, y el panorama era muy alentador: podía divisar centenares de personas a cada hora, compartiendo risas de júbilo y conversaciones animadas. Sin duda era uno de los mejores tiempos en la ciudad, aunque el sentimiento de añoranza aún persistía en la mayoría de aquellos que diariamente veía.
    Volvió la vista a su escritura. Tan sólo dos versos, dos míseros versos en la última hora. O lo que él creía que había sido una hora, porque quizá, podría haber estado años sólo trabajando en esos dos versos.

"Ellos tenían sueños, tan frágiles como el cristal
  Ellos tenían un amor, que sin dudas se acabará
  Ellos tenían..."

Y ahí terminaba. Todo ese tiempo pensando en lo que "ellos" poseían, y su escritura, veía ahora, no era nada alegre.
    Se rindió por un momento. No le gustaba escribir cosas desalentadoras, así que contempló su entorno.
Entre los miles de celestes y blancos, anotó mentalmente las parejas que vio pasar de la mano: aproximadamente, seis. Entre ellas, dos parejas de ancianos, felices de encontrarse uno al lado del otro. Anotó —además— la cantidad de niños jugando, las madres siguiendo sus pasos y a los padres observando con cautela, por si sucedía algo imprevisto.
Tiempo después, casi llegando al borde de perder la cuenta de todas sus anotaciones mentales, vio a lo lejos a un niño que jamás había visto antes.
Y el niño tampoco había estado jamás en ese sitio. Se notaba en su expresión de total confusión, se podía afirmar con total certeza lo desorientado que se encontraba. Era nuevo, sin dejar lugar a dudas.
Lo contempló un rato más, sólo por si acaso. Su pelo era tan rubio que casi era blanco; aunque tenía algunos mechones de pelo marrón perdidos entre sí. Como estaba a escasos metros advirtió que sus ojos eran negros, exactamente como el carbón; y su aspecto era totalmente desgarbado.
En su semblante, por más de encontrarse perdido, pudo apreciar rastros de un niño travieso. Notó que llevaba un cuaderno igual al suyo entre las manos, lo cual detonó aún más de su intriga en este muchacho, aparentemente nuevo por aquél lugar.
    Con determinación, silbó una vez. El niño no se percató. Al ver que había fallado, inhaló con fuerza y volvió a silbar, pero esta vez produjo más sonido, para que se sobreentienda que lo estaba llamando.
El niño volteó a verlo, con más dudas en sus ojos. Él sólo pudo hacerle un gesto para que se acercara, intentando mostrarle confianza de alguna manera, queriéndole decir que si se acercaba no existía forma de que corriera peligro. Cuando dio un paso, dubitativo, le recordó a un pequeño cachorrito perdido sin su madre: no sabía qué hacer. Le recordó a él mismo, descubrió también. Había algo en ese niño que le producían ganas de protegerlo.
A pesar de sus dudas, éste se acercó a pasitos lentos y cortos, pero llegó a su lado.
    —Siéntate —le dijo, cuando el pequeño niño se quedó parado contemplándolo. Le señaló, en el suelo, la baldosa contigua a la suya para que se sentara.
El nuevo dudó, como todos hacían al principio, pero lentamente se sentó a su lado.
    —No entiendo nada —contestó, una vez que se acomodó, recostando su cabeza contra las rodillas mientras abrazaba sus propias piernas. Su voz, bajita y temple, sonó casi como libertad. Él supo que ese “casi” se debía al miedo y la confusión que sentía en ese momento, pero sus palabras le trajeron una sensación indescriptible de tranquilidad, de comienzo de una hermosa primavera luego de un invierno tormentoso.
    —Sé que no lo entiendes, por eso te llamé. Nadie nunca lo entiende... —se paró en medio de la frase. Dudó un poco para decir las palabras que quería, de modo que las dijo con la delicadeza más grande que encontró— Pero, debes saber, que no podrás volver. No existe tal camino.
El pequeño lo miró con sus ojos negros sumidos en tristeza, los cuales apenas se veían por el pelo que cubría su rostro. Luego suspiró y dio vuelta la cabeza, en un gesto que claramente quería decir que se esperaba tal respuesta. Durante los siguientes 5 minutos, no dijo nada. Ambos se quedaron ensimismados en sus pensamientos.
Acabado ese tiempo, Él ya no podía más consigo mismo. Su curiosidad lo estaba desbordando, mientras contemplaba sin disimulo alguno el cuaderno de su nuevo compañero.
    —¿Tienes algo escrito ahí? —soltó. Esa pregunta lo venía ahogando.
    —Sí… —contestó. Pareció que se aferró un poco más al viejo cuaderno, en un intento de proteger sus pensamientos, pero luego volvió a su posición anterior— ¿quieres leer? —dijo, y se lo ofreció.
    —Sí. Gracias.
Y llevaba razón: era su mismo cuaderno. La misma textura, las mismas exactas hojas, sólo que las del niño eran más nuevas. Por eso sentía la necesidad de protegerlo, porque compartían, de seguro, escrituras similares. Sabía que en aquél lugar no existían muchas personas con los mismos cuadernos, así que lo abrió con los nervios a flor de piel para descubrir su contenido.

Sólo una hoja estaba escrita, y en esa hoja, una simple estrofa.

"Ellos tenían sueños, más reales que las estrellas
  Ellos tenían un amor, el más grande que alguna vez conocí
  Ellos tenían las puertas abiertas; siempre, para mí"

Cuando terminó de leer, se quedó perplejo. Confirmó entonces cada sospecha que existía en su corazón. Ambos venían del mismo lugar. El lugar cuyos recuerdos sólo se basaban en felicidad.
Al cabo de unos minutos -y cuando pudo salir de su perplejidad-, tomó su cuaderno, borró los dos versos que había escrito, y escribió unos tres nuevos. Con ellos, hizo real el lazo que ahora los unía a Él y al niño.

En algún lugar entre las nubes
Observando con pedazos de cielo en la mirada
Yacemos, nosotros dos, esperando que a ellos alguien los cuide”

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